El artista fuentecanteño afincado en Sevilla David López Panea, expone en Villafranca su interpretación de la relación arte-hombre-tierra-paisajes, en una muestra denominada ‘El Dragón de las Siete Cabeza. El Hombrecino de Barro’, que podrá verse en la Casa de la Cultura de Villafranca de los Barros hasta el 5 de febrero.
Reproducimos el texto creado por el edafólogo y profesor de Ciencias del Suelo de la Universidad de Sevilla Antonio Jordán que sirve de presentación a la exposición
“Permitidme durante un momento un punto de vista más o menos naturalista, es mi pasión. Cuando los científicos nos enfrentamos al estudio del paisaje lo hacemos con la navaja de Ockham en la mano. Así, tomamos lo que vemos y lo vamos desollando, lo cortamos en trocitos y lo descomponemos en los elementos que lo conforman. Esto es, sus componentes bióticos (fundamentalmente plantas, pero también el resto de seres vivos que lo pueblan) y abióticos (clima, agua, topografía, litología, mineralogía, edafología…). Somos capaces de modelar el relieve, el lento o rápido fluir del agua bajo y sobre la superficie del suelo, el movimiento de las partículas cuando las golpea una gota de lluvia, las reacciones químicas, las vidas de los organismos. Hemos aprendido a reducir cada factor a isolíneas, a gradientes, a medias y varianzas, a matrices numéricas que integramos, derivamos y recalculamos. Así podemos conocer cómo se formó y a dónde va el paisaje. Pero en nuestro entorno, además, es necesario conocer el aspecto antrópico, el factor humano. Muy pocos de nuestros paisajes (y esto es ser muy optimista) son vírgenes ya. Están poblados, transformados, arañados, cultivados por el Hombre. Y de forma muy intensa durante los últimos dos mil años. De este modo, todo lo que vemos a nuestro alrededor es el resultado de los procesos naturales y del impacto humano.
Sin embargo, la mera visión del paisaje como la suma de sus componentes no dice nada. El paisaje está vivo, se mueve, envejece y rejuvenece. Si lo pinchamos, sangra. Es importante dar un paso más.
Por eso, ahora sí, hablaré de mi amigo David y de lo que nos propone. David, como todos, descompone el paisaje, pero vuelve a juntar las piezas de un modo especial. Él se fija en los rincones donde otros no miramos, allí donde todo nace.
David no se limita a exponer un paisaje ante nosotros. David toma del paisaje sus elementos, físicamente, para contarnos lo que ve. Transfiere los elementos que observa al soporte. Dialoga con ellos, les pregunta y le responden. Y así, con las manos manchadas, lo que hace no es construir una imagen. Construye el paisaje. No simplemente nos hace mirar un trozo de país representado en un lienzo o un papel, sino que nos invita a formar parte de él. A sentir el calor del sol, el frío de la sombra, el correr del agua, el olor de las plantas, la aspereza de la roca, el color, la vida y la muerte. A sentirnos observados por su obra, interpelados.
El artista ha trascendido la simple recreación, no nos muestra una imagen acotada del paisaje que observa. Nos toma de las manos y nos pasea por él. Su trabajo es el resultado de un diálogo con los elementos del paisaje, tomados no como elementos aislados sino como piezas que trabajan juntas para formar algo vivo (nacido de la interacción entre una porción de territorio, la tierra, la ceniza, la vegetación, el trabajo del hombre). David ha comprendido que contarnos lo que ha visto no se basaba en el mero acto de mirar y dibujarlo. Ni siquiera en, simplemente, transmitir un sentimiento. Es mucho más. Coloca al espectador de la obra ahí mismo de modo que somos nosotros los que podemos interpretar no la obra, sino lo obrado. Este diálogo espontáneo entre la naturaleza y el Hombre es lo que David convierte en arte. No miréis sus obras, ved el mundo”.